Aquella pequeña vereda era como un paraíso, el
refugio ideal donde acudían pájaros arroceros,
azulejos y periquitos de pico amarillo.
La entrada al plantel estaba enmarcada por amplios corredores
de baldosas antiguas, limpias y relucientes, decorados con
macetas colgadas de orquídeas y helechos majestuosos que
inclinaban sus hojas delicadas y esbeltas, hasta los barandales,
como haciendo una venia de amistoso saludo a todos los alumnos
que alegres conversaban, dirigiéndose en fila hacia los
salones.
Ante sus ojos nublados y tristes, vio la mirada
de hielo de la rectora, con la nariz rojiza, respingona y
gesto autoritario militar, parada muy erguida frente al
estandarte tricolor, entonando orgullosa, con la mano en el
pecho, las extensas estrofas del himno nacional.
La maestra Paulina…ese era su nombre; la
autoridad
estricta, a quien todos con fervor respetaban: Los docentes, el
cura, los padres de familia, el
boticario y hasta el jardinero. Ella era inconmovible,
rígida, aunque a decir verdad, tenía también
su lado vulnerable y por cierto, en el pueblo y regiones
aledañas ya todos lo sabían. Por alguna
razón dice el adagio de que "En pueblo chiquito,
infierno grande".
El secreto de la maestra Paulina quedó expuesto frente
a una gran parte de sus alumnos (por no decir de todos ellos)
cuando en cierta ocasión provocó un ataque de
histeria colectiva: Ante la tímida aparición de un
pequeño ratoncillo que asomó sus barbitas
temblorosas por el cajón entreabierto de su escritorio, la
maestra gritó con agudos chillidos que se escucharon en
todo el plantel. El zapateo convulsivo de la rectora
alertó a todos los estudiantes de su clase,
entonces se formó la algarabía, el patatús y
el pánico;
pero al descubrir el motivo verdadero de todo este alboroto,
surgieron estruendosas carcajadas incontrolables entre los
alumnos.
El domingo
siguiente, después de aquel suceso, la maestra un poco
abochornada comprobó que todo el pueblo ya estaba
enterado, cuando al llegar a la iglesia y
dirigirse al señor cura, él hizo un gran intento en
controlar su risa y antes de empezar la ceremonia, las personas
que allí estaban presentes, cuchicheaban entre ellas y
reían.
Del lunes hasta el
viernes para Mariana y Daniela el día comenzaba a
las seis de la mañana, cuando sentían el aroma a
café
fresco y el canto matutino de la abuela Isabel, era como el
preludio de armonía familiar, la caricia intangible pero
segura que se manifiesta en pequeños detalles y hasta se
percibía en las nubes de humo que llenaban la cocina,
cuando encendía el fogón de leña.
Simón, el padre de Daniela y Mariana, era un labrador
dedicado y en constante comunión con la naturaleza. La mayor satisfacción que
se reflejaba en su mirada coincidía con el tiempo de la
cosecha, entonces su semblante irradiaba felicidad, como si
juntamente con las pinceladas de bellos colores y olores
cítricos y dulces que aromatizaban su entorno y mudaban el
aspecto del campo, también se transformara su hombre
interior, renovando su vida. Aunque a decir verdad, su
padre pocas veces sonreía. Debió ser muy
difícil para el, después de luchar contra la
furia indomable del creciente río, fallar en el intento de
rescatar a su esposa.
¡Qué
lejanos están ahora aquellos tiempos! El recuerdo de su
madre Lucia, parece emerger de entre las páginas de un
bello cuento de
hadas. Sus grandes ojos negros se quedaron por siempre en
su memoria, como
aquellos luceros que resplandecen profundos y enigmáticos
en las noches de luna llena. Ella entonces veía todo
desde otra perspectiva, con la mirada de una niña tierna,
inocente, feliz. ¡Pero era tan grato verlos juntos! Para
entonces su mayor anhelo consistía en cumplir quince
años. Ahora daría todo porque el tiempo se
hubiera detenido. ¡Como duele crecer! Pensaba muchas
veces, pero el crecer también tiene sus beneficios.
Así es la vida, indescriptiblemente extraña,
injusta y bella, aunque a veces laceran las heridas.
¿Será posible que nuestro ser interno se
logre transformar y embellecer con el dolor que causan las
vivencias amargas, así como en las ostras, la herida se
transforma en una hermosa perla? "El color de las
cosas, depende del cristal con que se miren" (reza una corta,
pero sabia frase). Si las hondas heridas embellecen, en las
frías entrañas de mi patria, entre surcos inmensos
de violencia y
tristeza, matizadas del ocre de la tierra,
yacen ocultas muchas perlas negras…esqueletos
anónimos de niños,
de mujeres y ancianos, de valientes soldados, humildes
campesinos, de guerrilleros y de hombres letrados.
¡Como duele crecer! Y en mi sangrante patria ¡Como
duele ser niño! Ser huérfano, ser viuda o
desplazado y sentirse como una ínfima hormiga ante el
Goliat infame de la prepotencia.
En su niñez
temprana, Daniela nunca imaginó que fuera de su
ámbito familiar, efervescia un mundo de
violencia.
Cuando miraba atenta los ojos de su padre, ella jamás
vio en ellos un vestigio de odio, aunque después de
la muerte de
su madre, llegó a comprender la frustración y enojo
que lo convirtió en un hombre diferente que buscaba en sus
largas jornadas de trabajo,
olvidar un poco su tragedia. Algunas veces, papá era
un tanto huraño, pero esto no le convertía en un
mal padre. Las pequeñas estaban plenamente seguras
del amor que les
profesaba. En ocasiones el solía
llamarlas "Mis Flores Blancas" y es que la candidez de sus
rostros serenos e inocentes, realmente le conmovía.
Aunque distaba mucho de ser un hombre intelectual, el
poseía una belleza interna inextinguible.
Sin atreverse a expresarlo con palabras, ella pensaba que su
padre había envejecido prematuramente. Aunque aún
era un hombre joven cuando aquello sucedió, a partir de
ese momento se vislumbraba sobre sus hombros el peso de toda una
vida. Experiencias que dejaron una dolorosa huella en su
alma,
cincelando heridas muy profundas.
Entre la austera
soledad del cuarto, Daniela no dejaba de pensar: ¡Si
estuviera Mariana, todo sería distinto! Ella
tenía la magia, el toque angelical de transformar los
momentos sencillos cotidianos, en experiencias gratas.
Si estuviera Mariana, con sus catorce años apenas por
cumplir, ella sería su fuerza, la
razón más valiosa para hacer frente a la adversidad
y al temor que le causaba su actual condición.
Los inquietos
pensamientos invadían su mente, como trémulos
pajarillos asustados, que no logran encontrar un refugio seguro.
Una y otra vez veía entre sus sueños el rostro
inolvidable de su hermana, los hoyuelos pequeños
definiendo con gracia el candor de su risa y su cabello
despeinado al viento enredado en las hojas de los árboles, cuando subía en sus ramas
para alcanzar los mangos amarillos y curiosear de cerca, los
nidos solitarios.
La tímida sonrisa dibujada en el pálido rostro
de la niña mujer, que
tiritaba con escalofrío tendida boca arriba sobre el
vetusto catre, más que sonrisa, parecía una mueca,
un gesto de dolor perdido en el silencio, sin más testigo
cerca, que Peggi, la consentida gata parda que tierna ronroneaba
recostada a sus pies.
Pensó en un episodio que nunca olvidaría, la
experiencia de su primera menstruación, cuando Mariana
descubrió las sábanas manchadas, y asustada
corrió hasta la cocina en busca de la abuela.
Todavía recordaba las pócimas calientes de menta y
de canela que ella le preparó y el cataplasma tibio de
laúdano alcoholado que colocó en su vientre.
Si estuviera
Mariana, seguro haría una broma al recordar y sin duda a
sus pies, estaría ella en vez de Peggi, brindándole
una frase de alivio y esperanza, haciendo camisitas, gorras y
calcetines de sus enaguas viejas y buscándole un nombre
gracioso y ocurrente al futuro bebé.
Dos años han pasado, tan lentos y
sombríos, que quisiera arrancar de su memoria todos esos
recuerdos, con la facilidad que se desprenden las hojas
desteñidas del almanaque de su habitación.
En aquel tiempo, todos en la región estaban preocupados
por el calor intenso
y cuando a torrenciales la lluvia desgajaba extensos platanales y
el río embravecido inundaba las viviendas
paupérrimas, el calor no cesaba y a los estragos de la
fuerte lluvia, se sumaban las nubes de mosquitos insaciables de
sangre y las
salamandras sagaces y escurridizas, se ocultaban debajo de las
almohadas para dormir tranquilas, arrulladas por el goteo
constante que provenía del techo de las húmedas
casas, emitiendo su lúgubre sonido al caer
entre las ollas viejas de aluminio
esparcidas por el suelo.
Así fue aquel anochecer sombrío de hace dos
años atrás. Daniela cumplía catorce
años, la abuela y su padre bromeaban bajo la mirada
suspicaz de la pequeña Mariana, mientras en la cocina,
iluminados por la tenue luz de una
lámpara de kerosene, todos se disponían a degustar
el platillo especial que para ésta ocasión con
esmero y amor la abuela había preparado. Abruptamente
cinco hombres armados, con ropas camufladas y el rostro cubierto,
irrumpieron en el lugar. Todo pasó tan
rápido, podría decirse que en cuestión de
segundos, sus vidas tomaron un rumbo diferente. El
que parecía ser el líder,
entre malévolas carcajadas dirigiéndose a los
otros, dijo: -Tenemos carne fresca… ¡Justo lo que
necesitamos!
Daniela y su hermana fueron obligadas a unirse a ellos.
Mariana corrió
tratando de escapar, cuando fue alcanzada por las mortales
balas que acabaron con su vida. Acto seguido los hombres regaron
combustible y tomando la pequeña lámpara de
kerosene que estaba sobre la mesa, la tiraron para iniciar el
devastador incendio. El rostro de pánico de su padre
y su abuela, aún permanecía en su memoria; desde
entonces no los ha vuelto a ver.
Dos años
han pasado, rasgando la inocencia de su vida, de callado
martirio, de violencia y terror, de sollozos ahogados, de
ilusiones marchitas y de noches febriles entre rastrojos
húmedos que albergaron cadáveres sin nombre,
alimañas, serpientes y borrachos lascivos, de violencia y
de sexo.
Dos años anhelando
que el tiempo se hubiera detenido un día antes de su
cumpleaños, cuando su padre recogía los frutos y la
abuela cuidaba su precioso jardín, mientras el exquisito
aroma de los naranjales coronados de flores, jugaba en su cabello
y en las rígidas trenzas de Mariana, adornadas con cintas
de colores.
Dos años anhelando
ir al colegio, al cine y a la
plaza; noches enteras recordando su cálida familia y la
comida recién preparada con sabor a laurel, cilantro y
leña. Dos años dibujando entre sus
sueños la silueta delgada de la abuela, en el umbral
lejano de su infancia,
cuando tomada de la mano de Mariana, se perdían entre
risas y juegos
infantiles, por el sendero de los platanales.
Entre el ligero y
apreciado cúmulo de imágenes
borrosas que esperaban ansiosas, les concediera un pensamiento
breve, vio la figura gentil y coqueta de
su amigo Manuel y el gesto sin igual y algo nervioso
retirando el mechón de su cabello que rebelde
insistía en caer a su frente. Pensó en ese
momento que estaba acariciando sus mejillas pecosas y hasta
creyó perderse ilusionada en la mirada verde de sus
ojos. Una vez mas, quiso sentir el roce de sus labios,
volviendo a revivir el mágico momento que fue ese primer
beso… y luego la incontrolable risa de Mariana espiando
oculta, tras el inmenso tronco de un árbol
marañón.
Siempre creyeron ser el uno para el otro. Manuel
tenía sus metas muy bien definidas y su anhelo trazado a
largo plazo era el de convertirse en Arquitecto. Se
conocían de toda la vida, desde pequeños
solían compartir la misma bicicleta, los libros de la
escuela y el
anhelo común de que pronto llegara el día
sábado para irse de pesca.
¿Qué
será de papá? Siempre se preguntaba, recordaba sus
manos campesinas tan ásperas y fuertes como si
después de tantos años en contacto directo con la
tierra, ella
agradecida, se propusiera recompensarle con parte de su gran
vitalidad. Y recordó la frase con que el las
consentía a Mariana y a ella, papá solía
llamarlas: "Mis Bellas Flores Blancas".
Creyó ver una nube, deslizarse con gracia
entre sus dedos y llegó hasta su oído el
ronronear mimado y hechicero de su gatita parda. Luego una
luz sublime, acarició su frente y la canción de
cuna que su madre cantaba, invadió las montañas
quedándose su eco en los nidos pequeños solitarios
y posando sus alas en el pálido vientre cristalino,
pretendiendo arrullar en su seno marchito, al pequeño
capullo que se extingue, sin llegar a nacer.
A unas pocas cuadras de allí, en un paraje oculto
entre la selva, hay un destacamento que custodia fielmente toda
aquella región. Son jóvenes soldados
bachilleres que ingresaron al ejército hace muy poco
tiempo y entre ellos se ha difundido un rumor misterioso:
"Hablan de un tal espanto con ropa camuflada. Dicen que
es una joven de mirada sombría, de silueta espigada y
hermosa cabellera castaña que casi llega hasta su
cintura". Algunos ya la han visto y todos en las
noches, a pesar de ser hombres muy valientes, oyen ruidos
extraños y lamentos ahogados que los hace temblar.
Es tan cierta esta historia, que cuando esto
sucede, los búhos también se asustan y a toda
prisa, emprenden el vuelo.
Muy cerca de este sitio, camino a la cañada se
escucha un arroyo pequeño y a unos cuantos pasos,
subiendo la pendiente, hay una región callada y
enigmática, donde una gata parda solitaria se pasea y por
las noches ronronea con mucha tristeza, como si dialogara con la
luna y le contara que bajo el techo de la vieja casita que desde
allí se ve, yace sin vida su apreciada
amiga, como una flor sin alma.
Aún
permanece tirada en el rincón la mochila olvidada y el
álbum con las fotos
familiares. El almanaque amarillento mudo, descansa
suspendido en la pared, impávido ha marcado la fecha
exacta de esta historia, la historia de Daniela, la mujer
niña que descansa inerte sobre el vetusto catre abandonado
y al mirarla, parece sonreír.
El paso de los
días, los meses y los años, los absorbió la
tierra y los cubrió con lluvias y veranos que
transformaron su pesada marcha, dando a luz bellos árboles
con frutos suculentos de preciosos colores. Los pajarillos
cantan, hay nuevas mariposas, exóticas iguanas y ardillas
con la cola espelucada, pasean tranquilamente por
allí.
Desde hace algunos
meses, Simón el labrador y la abuela Isabel, han visto con
asombro que entre risas y cantos, dos niñas se pasean
tomadas de la mano por el sendero de los platanales, las dos
parecen ir rumbo a la escuela. A veces correteando, la
más pequeña arroja sobre el lecho del río,
las cintas de colores que sostienen sus trenzas y su cabello
alborotado al viento, se enreda entre las hojas y ramas de los
árboles, cuando observa los nidos pequeñitos y
pretende coger mangos maduros. La otra muy feliz, corriendo
junto a ella, parece divertirse, en el fallido intento de
alcanzarla.
En la morada
aquella perdida y solitaria, donde duerme Daniela para no
despertar, el muladar cercano se vistió de alegría
y primavera. Dicen que han escuchado a dos niñas
cantar y la voz dulce y tierna de un pequeño bebé,
se esparce con la brisa y traviesa se esconde entre las grietas
de la pared raída de la casita vieja.
Justo desde ese día que marca el
almanaque que se halla suspendido a la pared, han brotado tres
flores primorosas, fragantes y divinas, blancas como la nieve y
las perlas de nácar, que parecen sonrisas brotando de una
herida que se esconde en el mar…"Coincidencia
casual" ¿Quién lo diría?
¡Tres Flores Blancas en el
Muladar!
TRES FLORES BLANCAS EN EL MULADAR
(En homenaje a la flor silvestre que una vez
fue niña)
Obra participante en el Premio Juan Rulfo
Radio Francia
Internacional año 2006
Incluida en el libro El
Otoño En Los Ojos de un Niño
http://www.lulu.com/content/1407977
Y en Cuentos
Solidarios (Los Gestos del Suicida) publicado por
Escritores Club
http://www.lulu.com/content/3479890
Autor:
Marta Lilián Molano
León
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